36 años

Durante esos 36 años sin mundial, pasaron muchas cosas en mi Perú.

Durante 20 de esos 36, el país se encontraba en una guerra contra sí mismo. Los presidentes robaban, coches bomba explotaban y los peruanos entre peruanos se mataban. Para hacerte el cuento corto, la cosa estaba complicada. A pesar de que el conflicto interno finalmente se detuvo, durante los siguientes 16 años, el país quedó en pedacitos. El desastre empezó en el palacio del gobierno y se esparció hasta la cancha de fútbol. El equipo peruano, como su país, no sabía ordenarse. Jugábamos a medias, carajo. Entre el alboroto político el fútbol igual se jugaba en las canchas, se alentaba en las calles y sonaba en las radios, pero era un fútbol de poca calidad. Pues, los jugadores cargaban un peso por encima, el peso de un país en decadencia. Año tras año nos encontramos a un pelín de clasificar, pero en un partido nos aflojamos, en otro fallamos goles, y siempre quedábamos fuera de la copa del mundo.

36 años sin mundial.

Pero poco a poco se fueron liberando de ese peso peruano y jugábamos mejor, le dábamos más. No fue hasta el 2018, 36 años después, cuando un pase de Cueva y la patada de Farfán levantarían al país.

Cabe recalcar que Guerrero, el delantero estrella, fue suspendido antes de este partido que cambiaría todo. Por pasarse de pendejo, un examen de antidopaje reveló un historial de drogas (pero ese cuento es para otro día). La FIFA se lo dejó claro como el agua:

“Perdóname, drogadicto, pero tú no juegas hoy.”

Pero si hay algo que nos enseñó la selección ese día, es que no hace falta tener a la estrella en la cancha para hacer al país brillar.

Estaban en las clasificatorias de la copa del mundo. Un 15 de noviembre del 2017. Yo estaba sentada en la biblioteca estudiando para un examen que con las justas iba a pasar, mientras que mi país andaba al frente de la pantalla, con la Cusqueña heladita en mano, alentándole a la selección que se enfrentaba contra Nueva Zelanda. Mi blanquirroja a un lado, los neozelandeses – conocidos en su casa como kiwis – al otro.

Durante 26 minutos, no pasó mucho en la cancha, hasta que de repente le llegó un pase largo a Cueva que lo cambiaría todo. La bola le cayó del cielo, la bajó con calma y salió disparado al arco. Al tener a un kiwi al frente marcándolo, se abrió un poco, usando la banda izquierda para ganar tiempo. Con cada pasito que daba hacia el arco, la blanquirroja sonaba con más furia, haciendo al estadio temblar (aparentábamos estar confianzudos pero por dentro temblábamos de miedo).

Cuevita se metió de nuevo al área y vio de reojo a Farfán, bien centrado y con mejor ángulo hacia el arco. Se la pasó suavecito y Farfán la detuvo por un par de segundos. Apenas sintió la presión de otro kiwi, se mandó con una de esas patadas que eleva a la pelota y la lleva al arco sin piedad. El arquero saltó para taparla, de verdad que saltó, pero la pelota le rozó los deditos por encima y cayó al arco.

No pasó ni medio segundo y ya habían salido disparados a celebrar por la banda izquierda, apañándose y abrazándose y alentándose de la hincha peruana que, al ver la bola tocar el arco, se había convertido en animal. En los ojos lagrimosos de gol de Farfán se veían esos 36 años que al fin se acabaron, y en la mano sudada llevaba una camiseta con el número 9, cuya cosa fue curiosa porque él es el 10.

Era la camiseta de Guerrero, un homenaje al capitán que no pudo jugar.

Esos gritos de gol traspasaron la hincha del estadio y se pasearon por todas las calles limeñas. Dieron vuelta a Villa María del Triunfo, donde grupos de cien y más rodeaban la misma pantallita en la bodega de José. Corrieron por las cocinas de las sangucherías, donde los meseros y cocineros veían el partido de reojo mientras servían chicharrón y tomaban su chicha. Llegaron esos gritos hasta las calles de San Isidro, que entre sofás importados y pantallas plasma se escuchaban con la misma furia. Ni el tráfico limeño detuvo a esos gritos. Los que se encontraban atrapados en sus carros en la Javier Prado celebraban igual, con la radio a full volumen.

Al día siguiente, el presidente de la república (otro que robó, pero ese cuento es para más tarde) declaró feriado nacional. Mientras que el país se recuperaba de la juerga celebratoria del día anterior, los kiwis se regresaban a su país desarrollado, lejos de nuestro alboroto y desorden, pero sin su lugar en la copa del mundo. De nuestros cerros y cocinas y calles se escuchaban carcajadas. Fuimos los últimos en clasificar.

Pero el que ríe último ríe mejor.